Se acerca la época navideña (si es que no estamos ya de lleno sumergido en ella) y además de ser temporada en la que comemos y bebemos más, compramos seguramente demasiado y estamos más ratos con los seres queridos (y los no queridos), también es un tiempo que suele despertar conductas de generosidad, bondad y solidaridad.
La pregunta que podríamos hacernos, entonces, es: ¿¿¿por qué el resto del año somos unos putos egoístas???
No es verdad. Es coña. Hay muchísima gente que es generosa y solidaria por su forma de ser y no por la época del año. Pero lo que sí es cierto es que hay numerosos estudios que evidencian que las actitudes y comportamientos altruistas provocan un impacto positivo en nuestra salud física, mental y emocional, porque facilitan la liberación de hormonas relacionadas con estados placenteros y relajantes. Y sin embargo, somos mucho más resistentes a manifestar este tipo de conductas que otras que están más dirigidas a nosotros mismos, ya sean grupales, como salir de fiesta o practicar sexo, ya sean individuales, como quedarse en casa viendo series y pelis.
¿Por qué, en general, nos cuesta tanto ayudar, si al ayudar nos sentimos bien y además es saludable?
La respuesta está de nuevo, creo, en la famosa ley de la contingencia. Cuando tienes sexo o ves una serie, la recompensa es más o menos inmediata, y no está precedida por un periodo de esfuerzo previo que puede ser percibido como incómodo o desagradable (estrés). Sin embargo, realizar acciones altruistas como acompañar a un anciano, cocinar en un comedor social o plantar árboles, pueden no sentirse como agradables por sí mismas durante el periodo de ejecución y la recompensa es percibida a posteriori.
Y nuestro sistema nervioso, que es la compleja red de células que llevan mensajes al cerebro que se traducen en las respuestas que emitimos, funciona a través de una estructura de recompensa y castigo, buscando placer y evitando el displacer.
Pero nosotros somos más que seres que responden automáticamente a los estímulos que recibimos en función del impacto químico que generan en nuestro sistema nervioso. Porque gracias a la mente y nuestros pensamientos, somos capaces de interpretar y valorar la información que percibimos. Y de darle un sentido, un significado para nosotros.
Y es en este punto cuando habría que distinguir entre placer y... felicidad. Para sentir placer no necesitamos darle un significado al placer. Un sabroso plato de comida no necesita tener ningún significado para darme placer. Sin embargo, si soy yo quien, con paciencia y dedicación, elabora ese sabroso plato de comida y, además, lo comparto con mis seres queridos y sé que les estoy haciendo sentir bien gracias a mi esfuerzo, puede que sienta placer, pero voy a sentir algo más que eso.
De la misma manera, practicar sexo ocasional con una persona que me atrae pero con la que no comparto nada más, puede ser enormemente placentero. Hacerlo con alguien a quien también amo y con quien comparto mi vida, además de placer, me puede hacer sentir amor y, por todo el significado que le damos al amor, felicidad.
La felicidad aporta una sensación mucho más compleja e intelectualizada que el placer. El placer es muy básico, muy primario. Sin embargo, la felicidad se relaciona otros sentimientos: satisfacción, plenitud, orgullo, gratitud, conexión, paz... Porque no depende de la experiencia de placer sino del significado que le damos a la experiencia.
Y, por supuesto, ayudar a otros, en cualquier época del año, nos puede reportar mucha felicidad. Quizá no sea placentero, puede incluso que sea todo lo contrario: desagradable, incómodo, molesto, sacrificado... Y todo ese displacer supone una barrera para alcanzar la felicidad. Pero gracias a nuestra mente, gracias a la consciencia, podemos superar esa barrera si pensamos en lo que se esconde detrás de la misma: felicidad, un sentimiento mucho más profundo y rebosante que el mero placer.
Así que, sí, ayudar nos cuesta... pero merece muchísimo la pena.
Cuestiona todo lo que digo; la duda nos acerca un poco más a la verdad.
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